En el contexto de su posición geográfica y conexiones con flujos globales de mercancías y
dinero, Tijuana se encuentra atravesada por movimientos y lógicas fuera del razonable
control que cualquier administración municipal podría ejercer sobre ellos aún si se lo
propusiera. La llegada desmedida de migrantes provenientes de países como Haití, sumada a
la llegada de connacionales en busca de trabajo, y mexicanos deportados de los Estados
Unidos, así como el flujo ilimitado de drogas han puesto a la ciudad bajo una tensión inusual
en otros espacios urbanos. Característica fundamental de la zona fronteriza mexicana, es justo
esta intersección entre procesos globales y locales, lo que define tanto la forma urbana como
las características que asume la administración local de esta ciudad.
Constriñendo la de por sí limitada oferta de servicios públicos e infraestructura urbana, el
crecimiento demográfico, y el flujo constante de individuos en movimiento, en conjunto con
formas de violencia ligadas a la lógica expansiva del narcotráfico y la desigualdad producida
por la propia orientación económica de la ciudad ha creado un entorno ante el cual la ciudad
ha respondido de variadas formas. Imposible describir todas ellas, sin embargo, dos de ellas
son ilustrativas de las contradicciones y retos que enfrenta la ciudad: la gentrificación del
centro de la ciudad y el manejo de las poblaciones ‘flotantes’. Ambos ejemplos de los modos
en que Tijuana ha respondido al triple reto de la urbanización, el crecimiento demográfico,
y la violencia crónica en su condición de ciudad fronteriza.
El incremento sostenido de los índices de criminalidad en Tijuana en el contexto de su
expansivo crecimiento, la radicalización de los controles fronterizos estadounidenses post
11/09, el estancamiento económico producto de la crisis financiera de 2008, y los operativos
militares para pacificar las ciudades de la frontera norte emprendidos desde 2006, han
producido por lo menos dos lógicas convergentes en la administración del espacio urbano. La
primera de ella concierne el tratamiento de la población flotante de la ciudad. Dicha
población comprende fundamentalmente a la gran cantidad de deportados e individuos sin
hogar, que han hecho de las calles de la ciudad su residencia permanente. El segundo ha
supuesto la intensificación de la gentrificación del centro de Tijuana, núcleo simbólico de su
oferta de servicios a los Estados Unidos.
Ambas lógicas explican en un primer momento los entendimientos tanto oficiales como del
público con respecto al modo en que el espacio urbano se encuentra ligado a la inseguridad y
prosperidad de la ciudad. En ese sentido a propósito de lo que ha sido considerado como una
crisis de inseguridad ligada a la llegada de inmigrantes, los cientos de deportados y personas
sin techo han sido reiteradamente señalados como la fuente visible del estado crítico de la
ciudad (Consejo de Desarrollo de Tijuana, 2017; Millán, 2013). Ello ha conducido al
endurecimiento de los reglamentos de comportamiento urbano y la detención y acoso
selectivo de dichos individuos con la intención de alejarlos del centro de la ciudad, e
invisibilizarlos tras obligarlos a dispersarse por la ciudad (Ayuntamiento de Tijuana, 2011;
COLEF, 2013; p. 113).
Bajo la justificación de que su presencia ahuyenta a las turistas y la mayor parte de los
crímenes que ocurren en el primer cuadro de la ciudad son causados por ellos, se ha recurrido
a la retórica que vincula indigencia, consumo de drogas y delincuencia. Sin mayores
evidencias, en la imaginación del tijuanense promedio eso ha bastado para estigmatizar a
estas poblaciones, facilitando el trabajo de la policía y administradores municipales.
La gentrificación del centro con el objeto de hacerla atractiva a turistas e inversores
principalmente estadounidenses, proceso paralelo a las prácticas y discurso de la ‘limpieza’
de la ciudad de criminales, conforma el segundo aspecto de la estrategia de ‘recuperación’ de
la ciudad (Zabludovsky, 2016). Ello ha supuesto la atracción de inversores inmobiliarios,
principalmente estadounidenses, y la regeneración de ciertas secciones del centro, con efectos
aún no visibles tanto sobre el uso del espacio público, como su acceso. Ello es importante por
del modo en que la desigualdad, central en el proceso de deterioro urbano, es atajada y sobre
todo prolongada por prácticas municipales que lejos de solucionarla la prolongan a través de
estrategias punitivas y excluyentes, cuyo centro es la administración del espacio urbano.
De acuerdo con ello hoy en día Tijuana, como buena parte de las ciudades de la frontera norte
mexicana, se encuentra dividida y atravesada por estrategias de reivindicación urbana, que al
intentar resolver los problemas de inseguridad, e insuficiente infraestructura, con los medios
a su disposición, ha propuesto modelos de supervisión policiaca y remozamiento de la ciudad
con serias consecuencias para los residentes más vulnerables.
Ello, lejos de resolver el problema central de la ciudad, es decir, la desigualdad espacial, la
agrava y perpetúa, generando condiciones propicias para la extensión indefinida de los
conflictos que se encuentran en la base de la violencia y el deterioro urbano. En este contexto
Tijuana no solo se requiere de mayores presupuestos y flujos financieros para renovar la
infraestructura urbana, sino una imaginación política alternativa a la dominante, centrada en
la “securitización” del espacio público y la exclusión de sus habitantes más pobres.